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JAVIERA PALACIOS: El fuego joven que cocina la nueva identidad chilena.

by agosto 24, 2025

 

En los últimos años la gastronomía nacional ha vivido un recambio generacional vibrante. Entre quienes marcan este nuevo pulso viendo la cocina como herramienta de transformación cultural, aparece Javiera Palacios Gallardo, chef de apenas 23 años cuya historia se ha forjado entre recuerdos familiares, cocinas influyentes del mundo y una visión propia que ya empieza a dejar huella.




“Creo que la esencia de nuestra cocina sigue viva, sólo hay que saber dónde buscarla. Está en las ferias locales, en la Vega y en los restaurantes de barrio. Nuestra cocina es muy familiar y eso la hace tremendamente representativa de nuestra cultura”

(Javiera Palacios - Chef Privada)


Conocí a Javiera cuando fuimos pasantes en el restaurante BORAGÓ, le propuse reunirnos y aceptó con la mejor disposición. Fanáticos del buen café, nos reencontramos en Rebelde Bakery & Coffee en el tercer piso del MUT. Entre aroma a bollería recién horneada y café de especialidad, Javiera pidió un Espresso Tonic y yo un Iced Matcha Latte. Apenas cruzamos miradas supe que esta no sería una entrevista más, sino una invitación a entrar en su universo: sensible, técnico y tan certero como un cuchillo bien afilado.

 

La chispa que encendió su pasión

Desde muy pequeña, Javiera supo que la cocina era su camino. A los cinco años, vestida de chef en su ceremonia de egreso del jardín infantil ya lo decía con seguridad, pero fue a los siete cuando algo cambió de manera definitiva: su abuelo materno, creyendo profundamente en su sueño, le regaló un traje de chef hecho a medida: “Ese mismo año empecé a usar los fuegos de la cocina, siempre con permiso y mucho cuidado. Desde entonces, supe que este era mi camino”.

Detrás de esa vocación temprana hubo figuras familiares claves: un abuelo entusiasta apoyando incondicionalmente y una abuela cocinando con calma un queque para la once: “Hoy, la única herencia material que conservo de ella es su libro de recetas escrito a mano. Lo guardo como un tesoro”. Ese vínculo afectivo transformó la cocina en un espacio íntimo, emocional y una manera de vivir.

En el plano profesional hay un nombre que Javiera considera guía, la chef chilena Fernanda Fuentes (@ferfuentescardenas): “Me inspira profundamente porque supo abrirse paso con fuerza y presencia, sin caer en el ego y desde un poder femenino muy genuino. Que haya estudiado en el mismo lugar donde yo me formé me hizo pensar que también es posible llegar lejos desde este rincón del mundo”.




De Boragó a Disfrutar: forjando carácter

Javiera estudió en Inacap, pero su carácter profesional se templó en dos cocinas de renombre: Boragó (Santiago de Chile) y Disfrutar (Barcelona, España).

“Boragó fue mi primer acercamiento real a una cocina de alto nivel. Ahí entendí que lo más importante no es el talento, sino la disciplina. Aprendí a moverme bajo presión, a mantener un ritmo constante y a ver la exigencia como una herramienta de crecimiento”.

El paso por Disfrutar fue un salto algo más duro: “Al inicio fue difícil emocionalmente, pero algunos chefs del restaurante confiaron en mí y logré encontrar mi lugar. Estar lejos de casa enfrentando críticas duras me enseñó a continuar con determinación y a ganar confianza en mí misma”.

En estos espacios también enfrentó desafíos por su género y apariencia: “Me veo muy joven y eso genera muchos prejuicios. Actualmente en reuniones con colegas, no es raro que me saluden con un ‘mi niña’. Sé que no lo hacen con mala intención, pero pido siempre el mismo respeto y trato profesional que yo entrego. Esto no es un hobby, es mi carrera y me la tomo con total seriedad”.



Al reflexionar sobre el rol de las mujeres en la cocina profesional su respuesta es contundente: “Hoy el poder femenino en las cocinas se está haciendo notar con más fuerza. Hay sensibilidad, mirada y carácter. Sigo viendo que en reuniones con marcas, proveedores y futuros clientes se espera que el chef a cargo sea un hombre, pero apenas conversamos sobre asuntos técnicos ya no quedan dudas de quién lleva el proyecto”.

En 2023, Javiera formó parte de la Selección Gastronómica de Chile, experiencia que describe como una de las más importantes de su carrera: “Trabajé junto a Nicolás Gárate (@nicolasgaratechef) , capitán de la selección, de quien aprendí muchísimo sobre cocina de competencia y desarrollo logístico. Aquí me desempeñé cumpliendo dos roles, primero como chef competidora y luego como chef manager, organizando los viajes y todo lo necesario para representar a Chile de la mejor manera posible. Fue un proceso enriquecedor profesional y personalmente”.

Al año siguiente viajó a Alemania junto a la Selección Gastronómica y a su pareja, Gabriel Reyes (@gabrielreyes_m), lo que significó un apoyo emocional clave en medio del rigor. Ambos compitieron en los IKA Culinary Olympics, consiguiendo triple medalla olímpica para Chile, dos de oro y una de plata.




Raíz, visión y sabor

Javiera trabaja desde sus ideales y define su propuesta con claridad: “Hoy siento que la cocina que hago es genuinamente mía. Me inspira la innovación, las técnicas contemporáneas y el respeto absoluto por el producto de estación. Busco siempre minimizar el desperdicio y aprovechar al máximo cada ingrediente”.

Su proceso creativo nace de una suerte de bitácora personal: “Guardo imágenes, anotaciones e ideas espontáneas. Cuando armo un menú para un evento recurro a ese archivo emocional y gráfico que me permite fluir sin presiones”.

Acerca del momento o estado en el que se encuentra la cocina chilena, esta joven chef reconoce que ha escuchado diversas críticas, algunas de las cuales afirman que hoy no existe o que lo poco que queda se ha desplazado a zonas rurales. La relación con sus proveedores es central para ella, pues cree que la identidad chilena está viva en los productos locales, frescos y de temporada. Por esta razón se mantiene siempre atenta a nuevas materias primas disponibles, que utiliza para diseñar propuestas únicas acorde a las solicitudes de sus clientes. Para Javiera, nuestra identidad gastronómica es cálida, hogareña y profundamente emocional: 


“La cocina chilena es fiel reflejo de amor, está hecha para compartir, para reunirnos, tiene sazón e historia. Creo que si queremos proyectar nuestra cocina para que el mundo la conozca y valore, primero debemos respetarla y ser fans de lo nuestro”

(Javiera Palacios - Chef Privada)


La Taza: su cocina hecha proyecto

Con una sonrisa, Javiera confiesa: “La Taza es mi guagua”. Este proyecto nació en junio de 2024 como una extensión natural de su trayectoria y su trabajo como chef de eventos, pero rápidamente adquirió forma propia. Hoy es una propuesta integral que fusiona técnica, servicio, relato y emoción. 

El nombre proviene de su amor por el café, siempre con una taza en la mano, y de sus visitas a una cafetería en Barcelona llamada La Papa, que la marcó por su calidez y constancia.

La Taza no es una banquetería convencional, sino una experiencia completa: “Diseño menús personalizados, con técnicas contemporáneas como salmón curado, aires cítricos, steak tartar y esferificaciones, entre muchas más. También me encargo del montaje, la vajilla, el personal e incluso del show de hielo seco. Quiero que mis clientes disfruten como un invitado más, sin preocuparse de nada”.



Su proceso es meticuloso, comenzando con un formulario inicial, reuniones técnicas, diseño del menú y un briefing con su equipo de trabajo previo al servicio: “Trabajo con mi pareja como jefe de cocina y con Matías Villarroel (@mvtt.99) como jefe de barra, además de un grupo de colegas de alto nivel. Somos un equipo comprometido y muy profesional”.

El relato detrás de La Taza y de cada uno de sus eventos es claro, visibilizar y fortalecer el rol de la mujer en el rubro gastronómico: “Me gusta que mis clientes vean que yo soy quien está a cargo, que los menús llevan mi sello y que en mi equipo también hay una mirada femenina que se expresa en cada detalle y gesto de hospitalidad”



“Cocinar es mi pasión, pero también una manera de representar esa fuerza femenina y transformarla en una experiencia que conecta e inspira”

(Javiera Palacios - Chef Privada)


Ese mismo enfoque ha inspirado a otros jóvenes que la siguen en redes sociales: “Me emociona cuando muchos me escriben para contarme que mi trabajo los motiva a estudiar cocina. Saber que puedo inspirar a otros y que mi historia puede abrir caminos, es algo que me llena profundamente”.


El plato que la representa y un sabor que promete quedarse

Si tuviera que resumir su historia en un plato, Javiera lo tiene claro. Un pescado chileno, salmón o róbalo, apenas tatemado para resaltar sus sabores naturales acompañado de duraznos asados en pasta miso. Una combinación dulce y umami que refleja fuerza y suavidad, tradición e innovación, técnica y emoción, destacando su dualidad como cocinera. 

“Quiero que al probarlo las personas digan ‘esto lo cocinó la chef Javiera Palacios’ y que lo recuerden como reflejo de mi identidad. Más allá de los ingredientes que utilice, mi cocina busca ser memoria e inspiración, y como lo repito una y mil veces, una experiencia completa”.

Conversar con “la Javi”, como le dicen sus amigos, es hacer una pausa entre tanto ruido. Con La Taza, su proyecto más reciente, ofrece cenas privadas y servicios de catering creando espacios cercanos y memorables. 

Si algo queda claro al terminar esta conversación, es que con su calma y madurez ya se perfila como una de las voces jóvenes más prometedoras de la gastronomía nacional, y aunque su historia recién comienza está dejando un sabor imposible de olvidar. 


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¡Nos vemos en la próxima mesa!



La Taza SCL”, Santiago (Chile). Para conocer más visita la cuenta de Instagram de @lataza.scl y su perfil personal @javi.palacioss

WABI SABI: un izakaya oculto en un rincón de Santiago

by junio 07, 2025


Entre calles que guardan historias de barrio y donde la vida cotidiana se mezcla con memoria popular, se esconde un rincón inesperado lejos de sectores gastronómicos de moda. No hay carteles ni luces llamativas, sólo una casa discreta con una terraza interior, perritos curiosos dando vueltas entre las mesas y un leve aroma a oriente flotando en el aire. Se llama Wabi Sabi y es mucho más que un restaurante.




Llegué a este pequeño izakaya gracias a la intuición y motivado por una publicación en redes sociales que, sin decir mucho, me dejó con la sensación de que ahí pasaba algo especial. Reservé para cuatro personas a través de un DM en instagram y días después me llegó un menú breve y concreto, que ya dejaba pistas de esta aventura culinaria. La dirección en cambio llegó un día antes, al más puro estilo de las cenas clandestinas.

Salí del metro, caminé un par de cuadras y me junté con unos amigos en la entrada del lugar. Nos recibió Pony, diseñadore de profesión y cocinere por amor al oficio, quien después de un viaje revelador a Japón decidió abrir este espacio cálido, seguro, queer, neurodivergente y pet-friendly.

El menú es dinámico y cambia cada cierto tiempo, pero hay una promesa que se mantiene: sorprender sin carne, sin culpas, y ser una cocina vegana con carácter. 

Empezamos con la BENTO BOX GINKO ($14.000), una bandeja con edamames al dente, gyosas rellenas de shiitake y tofu, baos esponjosos, y musubis de arroz blanco con yuba salteada o tofu sellado. Todo servido en silencio, como si Pony supiera que hay momentos en los que no hace falta decir nada.

 


Después vinieron los fondos. Pedimos el RAMEN ($7.000), con un caldo hecho a base de alga kombu, hongos shiitake, miso y soja, que envuelve el paladar y abriga el cuerpo con un perfil de sabor profundo y redondo. Fideos de trigo, tofu, verduras y setas salteadas le añadieron textura y emoción. A un costado, el UDON llegaba humeante, suave y generoso, con un caldo miso que se sentía como un abrazo.



Wabi Sabi no copia la cocina japonesa, la reinterpreta con respeto, delicadeza e identidad propia. Usando alga kombu y shiitake para su base de sabor, como un dashi muy umami pero vegetal, logra un parecido a esa cocina budista japonesa (shōjin ryōri) donde todo tiene un propósito. Acá no se copia, se honra con creatividad a ese Japón más íntimo, silencioso y ceremonial.

Para beber pedimos té verde helado de jazmín y kombucha de maqui, ambos aromáticos y frescos. Mientras que el té limpiaba el paladar, la kombucha despertaba los sentidos, estando ambos en sintonía con las propuestas del menú. 

En Japón los izakayas suelen ser ruidosos y alegres, con el alcohol marcando el ritmo y la comida acompañando. Acá la lógica se invierte. Las bebidas están al servicio de los platos, generando una experiencia más introspectiva que festiva, lo que permite comer con pausas y respirar distinto. 

El ambiente complementa este concepto, con farolitos pequeños que proyectan una luz suave, una especie de pop asiático melódico de fondo y una cocina abierta que permite ver cómo se preparan los platos.


Pasando una cortina hay una sala interior que se transforma en una pequeña tienda-galería con libros sobre cocina japonesa, mangas, figuritas de colección y algunos ingredientes para replicar en casa lo disfrutado en este espacio. Todo está dispuesto con cuidado, como si cada objeto contara una historia, porque nada en Wabi Sabi parece estar al azar.

 


En una ciudad donde muchos restaurantes compiten por destacar, este espacio elige susurrar, bajar el volumen, cultivar la calma y ser fiel a lo que cree: la comida puede ser una forma de cuidado, una herramienta de expresión y una manera de resistir sin alzar la voz

Aquí la cocina es honesta, hecha con cariño, y conectando parte de la cultura asiática con sensibilidades actuales, como el veganismo, la identidad, la comunidad y el arte. Su aporte está en conmover, cuidar y significar a través de la comida. 

Este no es un restaurante al que vas porque está de moda, es uno al que vuelves cuando necesitas respirar distinto, reencontrarte, compartir sin prisa o simplemente hacer una pausa. Y ahí, en ese gesto tan humano, se descubre su verdadero valor. 

La visita termina con la sensación de haber descubierto una experiencia auténtica, uno de esos secretos que aunque una parte de ti quisiera guardarlo, sabes que merece ser contado.



Si alguna vez necesitas una pausa en medio del ruido capitalino y un reencuentro con lo esencial, date la oportunidad de vivir esta experiencia pero no lo cuentes todo… Deja que cada persona la descubra a su ritmo porque algunos lugares no se revelan, se disfrutan.

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¡Nos vemos en la próxima mesa!


WABI SABI, Santiago (Chile).
Viernes, sábados y domingos 14:00 horas. Para conocer más visita su perfil de Instagram @wabisabi.cocina y reserva por DM.

VIÑEDOS DE ALCOHUAZ: una cata honesta entre cerros y estrellas

by mayo 28, 2025


En lo más alto del Valle del Elqui, donde la cordillera susurra y las estrellas parecen al alcance de la mano, se esconde un lugar donde la uva se convierte en poesía líquida.



Dejé atrás la brisa marina para adentrarme hacia las alturas del Valle del Elqui por la ruta 41 y a medida que el camino continuaba por quebradas silenciosas, el aire se cargaba de una energía sutil y casi mística. Al llegar a Alcohuaz, a más de 1.800 metros sobre el nivel del mar, cambia el paisaje y la forma en que se percibe el tiempo. 

Esa misma noche, rodeado de silencio y estrellas, me reuní con el equipo de Nómade Elqui en la sala de ventas de Viñedos de Alcohuaz para una travesía grupal astroturística de cuatro horas bajo uno de los cielos más limpios del planeta. A simple vista y con telescopios, observamos las constelaciones mientras escuchábamos relatos sobre sus nombres, mitos, y la conexión ancestral entre el ser humano y las estrellas. Fue una experiencia sensorial que me recordó la urgencia de proteger la oscuridad y pureza de este cielo frente a la amenaza creciente de la contaminación lumínica.


Recorrido por los viñedos.

Al mediodía siguiente, comenzó la verdadera razón de este viaje. Llegar a Viñedos de Alcohuaz es más que una simple visita, es peregrinar hacia lo esencial, porque aquí no se viene a entender con la cabeza sino a abrir los sentidos y dejarse llevar por el diálogo silencioso con la naturaleza. 

El camino se retuerce entre cerros ásperos, donde el sol cae con fuerza y el aire es puro. En lo más profundo del Valle del Elqui, comienzas a entender que todo en Alcohuaz tiene un propósito y una cuota de misterio. Fundado por la familia Flaño y guiado por la experiencia e intuición del enólogo Marcelo Retamal, este proyecto no busca impresionar con estructuras modernas ni grandes promesas, sino comunicar a través del lenguaje de su tierra y del tiempo.



Caminar entre estos viñedos es como entrar a un templo sin muros. Las parras crecen aferradas a terrazas que desafían la lógica, construyendo una identidad propia. No hay adornos ni arquitectura que robe protagonismo, todo está dispuesto para que el entorno hable por sí mismo. El granito del suelo, la luz de Los Andes y las marcadas diferencias de temperatura entre el día y la noche imprimen carácter en cada racimo, con una precisión que sólo la naturaleza comprende.

Rodrigo Moraga, nuestro guía y fundador de Elqui Adventures con quien comenzó este recorrido, caminaba sin apuro ni discursos ensayados. Nos detuvimos frente a una ladera para conversar sobre las particularidades del lugar que influyen en el crecimiento de los parrones y sus frutos. En esta viña se cultivan siete cepas tintas: Syrah (la variedad principal del proyecto), Petit Verdot, Petit Sirah, Malbec, Garnacha, Carignan (la más alta del planeta) y Touriga Nacional, además de dos cepas blancas de origen francés con las que se elabora vino naranjo: Marsanne y Roussanne. Todas forman parte de los vinos emblemáticos de esta viña, conocidos por su marcada expresión mineral, frescura y tensión. Estas características provienen tanto del clima de montaña como de una vinificación con mínima intervención.

 


Los factores que participan en el desarrollo de las parras son el agua proveniente de glaciares rocosos y el sustrato compuesto por vetas e intrusivos graníticos, junto a las condiciones de estrés propias de la altura y los microclimas del sector.

 


El resultado es excepcional: Viñedos de Alcohuaz alberga la bodega vitivinícola más alta de Chile. Aquí no hay ruido turístico, sólo el crujido de las piedras bajo los pies, el susurro del viento bajando por la montaña y esa poderosa sensación de estar presenciando algo que no necesita mayor explicación.


El ritual del vino.

Entramos al lagar, una pileta de roca donde Rodrigo nos detalló con calma las cuatro etapas esenciales del proceso.

Todo inicia con la cosecha y selección manual durante un mes, cuando las uvas alcanzan los veintitrés grados brix, indicador del nivel de azúcar que luego se transformará en alcohol. Una vez cosechadas con tallo o escobajo incluido, se depositan en el lagar para ser pisadas a pie y reposar dos días antes de que comience la fermentación. Durante este periodo se vuelven a pisar una vez al día, controlando que la temperatura no supere los treinta grados Celsius para proteger las levaduras naturales del efecto térmico.

 


Tras siete a diez días, se desagua el lagar dando paso a la segunda etapa. Un 90% del líquido se convierte en vino primario que se mezclará con otro 10% restante, más concentrado y extraído mediante prensa. Las mezclas, guiadas por protocolos y según el carácter del vino buscado, inician la tercera etapa: el proceso de maduración.

Salimos del lagar para ingresar a una cava de crianza con cubas de concreto y foudres de roble austriaco. El concreto, poroso y térmicamente estable, favorece una oxigenación controlada y evita teñir el vino.


En la parte superior de estos contenedores observamos el colmatore, una herramienta enológica de vidrio cuya función principal es verificar que la cuba se encuentra totalmente llena y con el sello de agua que impide el ingreso excesivo de oxígeno. Aquí no hay bombas, aditivos, ni filtraciones forzadas, todo fluye por gravedad, respetando el ritmo de la pendiente y dejando que el vino respire con calma el tiempo necesario.



La cuarta etapa es quizás la más insólita y espiritual: el embotellado y la guarda. Descendemos a treinta y tres metros bajo tierra, hasta una sala excavada en roca viva y diseñada con principios de geometría sagrada. La parte superior de esta “biblioteca enológica” tiene forma de ojo mientras que el piso es de gravilla de cuarzo, funcionando como un canal energético donde el vino se carga antes de salir al mundo.

 


Surgió una pregunta que se repite en cada uno de los tour que Rodrigo realiza: ¿Qué define a un buen vino?, y su respuesta siempre ha sido la misma: "Además del cariño y esmero de cada uno de los trabajadores hay un factor esencial e inevitable, una vida dura. El vino para ser grande necesita sufrir, pasar por la escasez, el estrés, la adversidad, enfrentarse a condiciones difíciles y superarlas. Los suelos pobres, la geografía abrupta y extrema de nuestra cordillera, el sol inclemente y las noches frías, lejos de ser obstáculos son ingredientes clave". Son precisamente estas condiciones las que generan una óptima concentración de taninos, otorgando a un vino la personalidad, el carácter y la capacidad de emocionar. 

El recorrido por estos viñedos resilientes terminó con una frase que resume la filosofía de lo que acabo de vivir: “En Alcohuaz queremos que el vino hable de este lugar, no de nosotros”. Rodrigo lo dijo con una mezcla de convicción y humildad que sólo tienen quienes han aprendido a escuchar más que a intervenir. Lo que se embotella aquí es una lectura honesta de la tierra, un vino que respira cordillera, sol y silencio.



Momento de la cata.

Nos dirigimos al siguiente paso de esta experiencia, una cata en una terraza abierta al valle junto a la sala de ventas del viñedo, para llevar al paladar todo lo que he visto antes. Sobre la mesa estaban dispuestas tres copas por persona, como estaciones de un viaje sensorial esperando ser descubiertas. Me sirvieron tres vinos que resumen la esencia de Viñedos de Alcohuaz: GRUS, TOCOCO y RHU, acompañados de queso de cabra madurado, nueces pecanas y láminas de salame.

 


Grus - 2022, en honor a la constelación austral de la grulla, fue el punto de partida: un tinto de Syrah y Petit Verdot o Malbec dependiendo del año, con cuerpo medio y expresión honesta. Sus notas de mora, pimienta y un leve ahumado recordaban el calor del suelo. Al maridarlo con queso de cabra adquirió otra dimensión y la acidez láctea potenció su mineralidad, dejando un eco prolongado en boca. Fue un vino amable, con alma y personalidad definida. 

Tococo - 2016, debe su nombre a un ave característica de este valle que prefiere caminar en vez de volar, es un Syrah cultivado a 1.788 metros de altitud. Sus taninos firmes, la acidez vibrante y una estructura sólida parecían hablar el lenguaje del granito. La dulzura de las nueces pecanas suavizó la entrada del vino, para luego revelar una profundidad inesperada. Un maridaje insólito y casi poético con un vino que pedía una mirada más atenta y que, aunque no se impuso, era persistente.

Rhu - 2019, palabra que evoca ese portal invisible entre lo divino y lo humano, cerró la secuencia con un ensamblaje de Syrah principalmente, además de Garnacha y Petit Sirah. Lo sentí como un vino complejo y especiado, con capas de fruta negra, hierbas secas y una clara mineralidad en cada sorbo, atravesando el paladar como una corriente subterránea. La grasa y el condimento del salame acentuaron la estructura del vino mientras la Garnacha aportó frescura y equilibrio. Sin duda, Rhu es un vino que habla de oficio y paciencia.

No fueron necesarias más explicaciones para esta cata honesta, en la que cada copa contó una historia y cada bocado respondió con otra. Fue una experiencia en la que además de brillar la técnica, lo hizo la sinceridad.


El alma del vino, esencia que deja huellas.

Cada botella de este viñedo encierra la energía del paisaje, del granito y de un cielo que abraza. No hay fórmulas ni artificios, sólo la tierra expresando su espiritualidad ancestral, esa que aún vibra en el corazón de este valle. Fue un encuentro íntimo con el paisaje, el silencio y la esencia misma de lo natural. Desde las terrazas de altura hasta la penumbra de la cava subterránea, todo invitó a contemplar y a reconectar con uno mismo, mientras que cada sorbo se sintió como un lenguaje invisible que emergió desde la tierra y ascendió hacia el cosmos.

En tiempos donde el vino suele perderse entre modas o marketing, Viñedos de Alcohuaz ofrece una verdad distinta: una experiencia de introspección y autenticidad. Esa noche de regreso a casa comprendí que este lugar no se visita, se habita... y que los vinos que realmente importan no se olvidan, permanecen.




¿Quieres vivir una experiencia enológica que te hable al alma tanto como al paladar?, Viñedos de Alcohuaz es el destino que necesitas si buscas una revelación.

Te recomiendo sumar a tu visita el tour astroturístico con “Nómade – El arte del cosmos” (@nomade_elqui), la experiencia guiada por el viñedo y la cata con “Elqui Adventures” (@elquiadventures), además de otras propuestas de turismo aventura personalizado. 


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¡Nos vemos en la próxima mesa!


VIÑEDOS DE ALCOHUAZ. Ruta D485, Alcohuaz – Valle del Elqui, Región de Coquimbo (a 3,5 kilómetros del pueblo de Horcón). Para conocer más visita su perfil de instagram @vinedosdealcohuaz y su sitio web www.vdalcohuaz.cl

LA TABLE DE COLETTE: la mesa sostenible que redefine la cocina en París

by mayo 16, 2025


Inspirado en el encuentro entre la tierra fértil y el mar mediterráneo francés, el chef Josselin Marie propuso en su restaurante La Table de Colette un viaje sensorial bajo el concepto de “Legumista y más allá, hasta quedar satisfecho" (Legumiste et davantage, jusqu´á plus faim). El nombre del menú es el mismo durante todo el año, ofreciendo versiones exclusivamente vegetales pero adaptándose a necesidades dietéticas y cambiando sus platos según productos de temporada. En esta oportunidad se traduce en sabores la esencia de un territorio diverso y generoso, donde la frescura marina se funde con la riqueza vegetal del huerto y la granja, dando vida a una cocina estacional, consciente, ecológica y profundamente conectada con su entorno.



París siempre ofrece una promesa: la de vivir con intensidad. Aunque caminar por sus calles cargadas de historia y aroma a croissant recién horneado, es en sí una experiencia, esta vez buscaba algo diferente. No quería sólo comer bien, porque eso aquí se da por hecho, sino encontrar un lugar que me mostrara otra cara de la ciudad, uno que hablara desde lo contemporáneo, lo consciente y lo auténtico.

Todos sabemos que Francia es sinónimo de alta cocina, pero también esconde joyas que escapan al cliché de las cafeterías y los bistrós. En mi búsqueda entre recomendaciones digitales y consejos callejeros, un nombre empezó a repetirse: La Table de Colette.

Hice la reserva a través de su sitio web y me dirigí al Arrondissement du Panthéon, el distrito más antiguo de París, originalmente construido por los romanos. Este distrito, uno de los cinco históricos de la ciudad, alberga el célebre Barrio Latino con calles estrechas que conducen al imponente Panteón. Mientras caminaba por este entorno lleno de historia encontré la fachada del restaurante: discreta, clara, con el nombre en letras doradas, pero sin pretensiones. Un espacio que sabe lo que vale sin necesidad de anunciarlo.



Al entrar, me recibieron con una sonrisa cálida, natural y esa cortesía francesa que roza la perfección. El ambiente era íntimo y se respiraba calma, con luces suaves y decoración minimalista. Aunque me ofrecieron una mesa en el interior, la terraza llamó aún más mi atención. París a fines del verano tenía el clima perfecto para comer al aire libre y desde ahí podía ver al equipo de cocina en plena acción.


El chef Josselin Marie, alma del proyecto, lidera una cocina abierta al comensal con grandes ventanales donde se percibe el respeto con que se prepara cada plato. A veces se acerca a conversar con los comensales y compartir su visión: una propuesta que se inspira en productos de  temporada provenientes de su huerto y granja costera, una cocina donde lo vegetal no es acompañamiento sino protagonista, y la unión de pasión, técnica y compromiso ambiental, construyendo una identidad sin recurrir a excesos.



El equipo de sala, impecable y cercano, me explicó las alternativas: menús de 3, 5 o 7 tiempos, cada uno cuidadosamente diseñado para contar una historia gastronómica coherente y sostenible. Elegí el menú de 3 tiempos (45,00 €, aproximadamente cuarenta y ocho mil pesos chilenos) con maridaje (35,00 €, treinta y siete mil pesos chilenos), sin leer descripciones y entregándome confiado a la idea de que cada plato tendría una intención clara.

Comenzamos con una secuencia de amuse-bouche que resumieron en tres bocados la esencia vegetal de la casa: zanahoria ahumada, betarraga picante y apio nabo dulce, montados con precisión sobre un tuile crujiente. Una focaccia artesanal y mantequilla infusionada acompañaron esta bienvenida sutil y elegante.



El primer plato fue una celebración al mismo ingrediente: un tomate verde relleno con su propia salsa dulce y mertensia marítima (hierba con un ligero sabor a ostras), sobre una base de focaccia y coronado con una lámina confitada de tomate rojo. Un juego de texturas y temperaturas que sorprendió desde el primer bocado.

Le siguió una flor de zapallo rellena de berenjena asada, servida caliente, en contraste con una corona fría de spaghetti de zucchini, pepino encurtido y una emulsión de mantequilla y aceite verde. Una mezcla perfecta de rusticidad y frescura.

El plato principal fue una merluza del sur de Francia en sous vide (cocción lenta). La acompañaba un crujiente de papa y queso sobre una salsa sedosa de mantequilla y aceite verde. Técnica, sabor y respeto por el producto en su máxima expresión.



Aunque el postre no estaba incluido me dejé tentar y valió la pena: bizcocho de almendra y avena, chantilly y salsa de cassis (grosella negra), polvo de mate y crocante de almendra. Un cierre fragante y equilibrado. Para terminar, un espresso y tres petit fours que sellaron la experiencia con delicadeza: bizcocho de almendra, tulipa con caramelo salado y algas, y una trufa con centro líquido de limón.



El maridaje fue otro acierto. Los vinos seleccionados armonizaron perfectamente con los platos de este menú de temporada. Nos presentaron un Château-Thébaud 2018 (Domaine Haute Févrie, de viñas entre 50 y 75 años) que con su mineralidad, textura untuosa y acidez equilibrada realzó la frescura del tomate y la salinidad de la mertensia marítima. El Ventoux 2022 (Château Cedrus), aromático y con notas a almendra y flores blancas, complementó con sutileza el plato de flor de zapallo y spaghettis de zuchinni. El Bollenberg Neuberg 2023 (Domaine Camille Braun), con su aroma a frutos rojos y una acidez vibrante, acompañó con elegancia a la merluza pero brilló aún más con el postre.



Esa tarde, La Table de Colette me mostró una Francia que honra su tradición pero que también se proyecta hacia el futuro. Una alta cocina que no busca deslumbrar, sino comunicar. Cada plato fue un gesto del presente, una declaración del futuro y una nueva definición de lujo: el coherente y comprometido genuinamente con la sostenibilidad.

Reconocido por la Guía Michelin en 2021, este restaurante destaca por su excelencia culinaria y por ser el primero en París dentro de la alta cocina, completamente eco-responsable y con huella de carbono cero. Una hazaña ética del chef Josselin Marie y su equipo, que redefine lo que significa comer bien en el siglo XXI.



Si visitas París no te conformes con lo predecible. Atrévete a cruzar esa puerta discreta en el Barrio Latino y déjate guiar por la visión de Josselin Marie, porque en tiempos donde comer bien ya no es suficiente, lo que importa es comer con sentido

¿Estás listo para vivir una experiencia gastronómica que transforma?


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¡Nos vemos en la próxima mesa!

LA TABLE DE COLETTE. 17 rue Laplace 75005, París (Francia). Lunes a viernes 12:00 a 13:30 / 19:30 a 21:15. Para conocer más sobre esta inolvidable experiencia visita su perfil de Instagram @latabledecoletteparis y su página web www.latabledecolette.fr .

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