WABI SABI: un izakaya oculto en un rincón de Santiago
Entre calles que guardan historias de barrio y donde la vida cotidiana se mezcla con memoria popular, se esconde un rincón inesperado lejos de sectores gastronómicos de moda. No hay carteles ni luces llamativas, sólo una casa discreta con una terraza interior, perritos curiosos dando vueltas entre las mesas y un leve aroma a oriente flotando en el aire. Se llama Wabi Sabi y es mucho más que un restaurante.
Llegué a este pequeño izakaya gracias a la intuición y motivado por una publicación en redes sociales que, sin decir mucho, me dejó con la sensación de que ahí pasaba algo especial. Reservé para cuatro personas a través de un DM en instagram y días después me llegó un menú breve y concreto, que ya dejaba pistas de esta aventura culinaria. La dirección en cambio llegó un día antes, al más puro estilo de las cenas clandestinas.
Salí del metro, caminé un par de cuadras y me junté con unos amigos en la entrada del lugar. Nos recibió Pony, diseñadore de profesión y cocinere por amor al oficio, quien después de un viaje revelador a Japón decidió abrir este espacio cálido, seguro, queer, neurodivergente y pet-friendly.
El menú es dinámico y cambia cada cierto tiempo, pero hay una promesa que se mantiene: sorprender sin carne, sin culpas, y ser una cocina vegana con carácter.
Empezamos con la BENTO BOX GINKO ($14.000), una bandeja con edamames al dente, gyosas rellenas de shiitake y tofu, baos esponjosos, y musubis de arroz blanco con yuba salteada o tofu sellado. Todo servido en silencio, como si Pony supiera que hay momentos en los que no hace falta decir nada.
Después vinieron los fondos. Pedimos el RAMEN ($7.000), con un caldo hecho a base de alga kombu, hongos shiitake, miso y soja, que envuelve el paladar y abriga el cuerpo con un perfil de sabor profundo y redondo. Fideos de trigo, tofu, verduras y setas salteadas le añadieron textura y emoción. A un costado, el UDON llegaba humeante, suave y generoso, con un caldo miso que se sentía como un abrazo.
Wabi Sabi no copia la cocina japonesa, la reinterpreta con respeto, delicadeza e identidad propia. Usando alga kombu y shiitake para su base de sabor, como un dashi muy umami pero vegetal, logra un parecido a esa cocina budista japonesa (shōjin ryōri) donde todo tiene un propósito. Acá no se copia, se honra con creatividad a ese Japón más íntimo, silencioso y ceremonial.
Para beber pedimos té verde helado de jazmín y kombucha de maqui, ambos aromáticos y frescos. Mientras que el té limpiaba el paladar, la kombucha despertaba los sentidos, estando ambos en sintonía con las propuestas del menú.
En Japón los izakayas suelen ser ruidosos y alegres, con el alcohol marcando el ritmo y la comida acompañando. Acá la lógica se invierte. Las bebidas están al servicio de los platos, generando una experiencia más introspectiva que festiva, lo que permite comer con pausas y respirar distinto.
El ambiente complementa este concepto, con farolitos pequeños que proyectan una luz suave, una especie de pop asiático melódico de fondo y una cocina abierta que permite ver cómo se preparan los platos.
Pasando una cortina hay una sala interior que se transforma en una pequeña tienda-galería con libros sobre cocina japonesa, mangas, figuritas de colección y algunos ingredientes para replicar en casa lo disfrutado en este espacio. Todo está dispuesto con cuidado, como si cada objeto contara una historia, porque nada en Wabi Sabi parece estar al azar.
En una ciudad donde muchos restaurantes compiten por destacar, este espacio elige susurrar, bajar el volumen, cultivar la calma y ser fiel a lo que cree: la comida puede ser una forma de cuidado, una herramienta de expresión y una manera de resistir sin alzar la voz.
Aquí la cocina es honesta, hecha con cariño, y conectando parte de la cultura asiática con sensibilidades actuales, como el veganismo, la identidad, la comunidad y el arte. Su aporte está en conmover, cuidar y significar a través de la comida.
Este no es un restaurante al que vas porque está de moda, es uno al que vuelves cuando necesitas respirar distinto, reencontrarte, compartir sin prisa o simplemente hacer una pausa. Y ahí, en ese gesto tan humano, se descubre su verdadero valor.
La visita termina con la sensación de haber descubierto una experiencia auténtica, uno de esos secretos que aunque una parte de ti quisiera guardarlo, sabes que merece ser contado.
Si alguna vez necesitas una pausa en medio del ruido capitalino y un reencuentro con lo esencial, date la oportunidad de vivir esta experiencia pero no lo cuentes todo… Deja que cada persona la descubra a su ritmo porque algunos lugares no se revelan, se disfrutan.
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¡Nos vemos en la próxima mesa!